OCTUBRE 2024
dijous, 19 de setembre del 2024
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DIA 4 D'ABRIL Trobada amb els alumnes de l'IES EL CID. Els alumnes han compartit amb Tomàs Moreno una meravellosa jornada lite...
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LECTURA DE POESIA El dia 23 d'abril tingué lloc un taller de poesia amb lectura de poemes de Tomàs Moreno a l'IES Orriols de Valènci...
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NAU GRAN EN OBERT UNIVERSITAT DE VALÈNCIA 2024 ÁREA DE PARTICIPACIÓN DEL ALUMNADO ...
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Espacio para la participación del alumnado
IMÁGENES
¿Qué hacía aquel hombre abriendo la desvencijada puerta de la casa de al lado? Ahora todo eran fincas alrededor, es más, los vecinos denunciábamos constantemente al Ayuntamiento su estado de abandono. Sin embargo, aquel sujeto extraño no tenía miedo de abrir la ruinosa vivienda en la que un hilo de luz penetraba como un cuchillo que cortaba el aire.
Todo era lúgubre y tenebroso aunque lo que focalizó mi atención fue que vestía una gabardina amplia y larga que le cubría. La imagen me transportó inmediatamente a mis días de colegio, cuando atravesaba el Puente del Mar, sobre lo que entonces era el río Turia. Siempre estaba allí aquel hombre de la gabardina. Hoy esperaré a mi hija a la vuelta del colegio, ya es mayor, pero no quiero que llegue sola a casa.
Soledad Vilches González
EL SUEÑO
“Anoche tuve un sueño extraño, algo siniestro, angustioso. Recuerdo
apenas unas imágenes vagas difíciles de transcribir en palabras. Aparecía
yo ante una puerta en una casa vieja, lúgubre, quizá abandonada. Sentí un
impulso a abrirla aunque al mismo tiempo temía hacerlo. Al entrar alcancé
a percibir a contraluz la silueta de un hombre al fondo de una sala en
tinieblas. Le seguí y me condujo hacia otra puerta tras la que se percibía
luz. Y eso es todo lo que puedo contarle”. Tras unos instantes de silencio
se oyó la voz del doctor Freud diciendo: “¿y que cree usted que nos
cuenta este sueño?”
José Luis Martí
Bienvenida
Holaaaa
¿hay alguien ahí?
Cariño… he vuelto antes de lo que esperaba, la reunión en Madrid finalizó antes y he podido cambiar el Ave 24 horas antes.
Qué ganas tenía de llegar a casa, vengo reventado y con ganas de verte.
La próxima vez te vienes conmigo y aprovechamos y hacemos turismo, o mejor, me tomo la vida más relajada y comienzo a delegar, creo que nos lo merecemos,
Pepa……. Quien es este señor y qué hace en nuestra cama!
Asun Martorell
EL PISO
Su jefe se lo había sugerido. Si quería promocionar en la empresa, tendría que visitar aquel piso. No le había dado más detalles.
Ahora que por fin se había decidido a entrar, observó que la cerradura estaba forzada. Alguien más tenía interés por saber qué se escondía tras aquella puerta. Al entreabrirla, advirtió que el piso estaba vacío, a oscuras y parecía que nadie había vivido allí desde hacía tiempo. Sin embargo, al final del polvoriento pasillo encontró otra puerta entornada de donde salía un haz de luz y murmullos ahogados.
Tras aguzar la vista, se encontró con su jefe maniatado a una silla y amordazado. De pie, a su lado, su compañero de despacho le amenazaba con un cuchillo. Después de contemplar la escena, volvió sobre sus pasos y se quedó junto a la puerta, inmóvil.
Para Remigio Guzmán, hasta ese momento, había sido un día como los demás: una cadena de sucesos que le producían sopor y le inducían al sueño a menudo; pero justo al acercarse a la puerta de su dormitorio y tocar el frío dorado metal del pomo, tuvo la certeza de que ya nada sería como antes. Cuando abrió, sintió la extrañeza de una habitación oscura atravesada en su centro por un halo luminoso, como una luz etérea que ascendía hacia el techo y parecía atravesarlo. Atrapado por aquél resplandor, Remigio tuvo el impulso de acercarse, pero solo a unos pasos de casi tocarlo, un miedo inesperado le hizo girar en redondo y salir de la habitación. Cerró la puerta como pudo, entornó los ojos y respiró el aire que le faltaba a bocanadas. Segundos después, al abrir los ojos, descubrió con horror que se encontraba de nuevo dentro de la habitación, envuelto por la oscuridad e hipnotizado por la luz que tenía delante. Sin poder explicar lo sucedido, reunió todas sus fuerzas para volver a salir de allí. Intentó escapar de su cuarto una y mil veces y otras tantas retornó al interior, sin lógica natural. Exhausto y resignado, desistió y, finalmente, perdió la razón. En su delirio, pensó que había muerto, se sentó y dejó de luchar contra aquél bucle enigmático, agónico e infinito.
Relato del taller de escritura impartido por Tomás Moreno
16 de octubre de 2024
Juan María Casado
Sigue lloviendo.
Era una mañana plomiza, la calle Recoletos huérfana de gorriones ha quedado atrás, llueve.
Mauro gira a la derecha, calle Villalar 1 frente al kiosco donde cohabitan Marcial Lafuente i Corín Tellado.
En el bolsillo izquierdo, la vieja llave quiere zafarse por la costura, como tantas veces. Tres vueltas a derechas y la puerta gruñe, olor a linaza y a oscuridad. Busca la segunda puerta a la derecha, como siempre entreabierta, escudriña al fondo en el rincón, como siempre soñando su presencia y sólo hay vacío , ya no está la cuna ribeteada de bordados. Con los puños apretados, y algo encorvado, regresa hacia la entrada. No cierra la puerta, la llave permanece quieta, acelera sus pasos hacia Recoletos, ha perdido su cuna, su ayer, sigue lloviendo.
AMORES QUE MATAN.
Miguel Ángel Albero.
Un año dando tumbos por ahí, pero ahora ya tengo la lección bien aprendida. He preferido venir de noche, sin avisar. Como cuando me marché. Nos sentaremos a razonar sosegadamente, tomaremos algo, pondremos el disco de Pablo Abraira que tanto nos gusta y quién sabe. Seguro que ella también me echa de menos. Puede ser un buen momento para la reconciliación.
Confirmo que no ha cambiado la cerradura. Abro la puerta. El piso está completamente oscuro, salvo un estrecho haz de luz que escapa de la puerta entreabierta del dormitorio. ¿Qué estará haciendo?
Recorro el pasillo con sigilo. Se percibe una voz tenue. ¿Será la radio? ¿Estará con alguien? ¡Seguro! ¡La muy zorra! ¡Estaba esperando deshacerse de mí para largarse con el primero! ¡Esta vez se la va a cargar!
Con los cinco sentidos
Veo a esa pobre niña cabizbaja soportando ese fondo verde sin matices. No me gustan los colores rotundos, saturados.
Ya sé que está de espaldas y que no lo ve, pero le llega. Sería mucho más dulce un verde agua o un verde musgo; igual hasta le venía un aroma a hojas húmedas en un suelo de otoño.
Y qué decir de esa camiseta y ese pantalón azul intenso. Seguro que es acrílico y le roza la piel al moverse El azul es mi color favorito y me gustan los pueblos de paredes de azulete pero una niña quizá se sentiría más en paz con un azul cielo, o un azul lavanda. ¡Qué bien huele la lavanda!
Y ese color en su cuerpo, color carne pero, ¡que carne!, nada apetecible. Ni cuando tomas el sol en verano y la piel te huele a salitre adquieres ese color en tu piel.
Yo también estaría enfadada y encima haciendo los deberes. Con suerte su mesa huele a lápices y libretas.
María José Giménez
Descanse en paz.
Era una tarde en blanco y negro. Los hombres recién aseados visten de gris y algunos ya lucen brazalete de duelo. Las mujeres cubren sus rostros con velos de tul enmarañados en filtiré, los labios siguen siendo un destello en rojo.
Tres toques lentos, graves, un fugaz repique y un silencio, Vicente el sacristán ya sabe de ello, es el “clamor a muerte”. El finado es varón mayor.
Los porteadores balancean el féretro al atravesar la plaza, el hijo pequeño acaricia la madera de roble y se va lamiendo las lágrimas con sabor a sal, no quiere mirar ni a derechas ni a izquierdas. Su mirada es gacha.
Se encaminan hacia la calle de Las Eras, el camino del cementerio, las puertas y las ventanas permanecen cerradas. El cura don Joaquín va desgranando un largo responso que siempre se cierra con un padre nuestro envuelto en incienso, olor a madera, sabor a vino y a cuerpo.
En la puerta del tapial blanco ya está Mauro, el cartero, el alguacil, el correveidile y el enterrador. El será el epílogo de Matías, la última palada. Matías era el muerto, el alcalde del pueblo. D.E.P.
Cecilio Martínez
Muy bien resuelto el ejercicio.
Muy buen relato y bien resuelto el ejercicio.
Asun, procura poner los signos de interrogación delante y detrás: ¿Quién es este señor y qué hace en nuestra cama?
MEMORIAS DE UN COMBATE DESIGUAL.
Miguel Ángel Albero.
Para un mero sparring como yo, tal vez fue demasiado pretencioso aguantar a una mole como aquella dándote por todas partes mientras percibes las caras de rabia y el griterío de la grada, te atufas con el humo de sus puros y saboreas la sangre de las brechas en nariz, cejas y labios que se dibujaban en mi rostro. Y más aún el misil que, no sólo me dejó KO en el sexto asalto, tal y como se había pactado, sino que acabó por enviarme al otro barrio.
Este lugar en el que ahora me encuentro la verdad es que es muy tranquilo y no sé está nada mal. Lo único que me preocupa es a quien le habrá entregado el mánager mi parte en las apuestas por haber pasado del quinto asalto.
Ahora no llovía. La tierra húmeda del claustro olía a tomillo, salvia, romero y manzanilla. Su cuerpo yacía en medio de aquel huerto aromático que las hermanas solían cultivar después de maitines.
En su mente la tormenta había pasado. Al menos hasta que volviera la bruma que lo abrazaría para siempre en la oscuridad. Al menos hasta que se le fundieran los plomos. Ya no percibía los aromas de aquel lugar como cuando de niño corría inquieto por las galerías mientras las monjas lo observaban con un mohín mezcla de reproche y alegría. Sus manos intentaban agarrarse, cada vez con menos fuerza, a esa tierra esponjosa, aunque aún podía contemplar el rocío en las hojas más cercanas.
Su sangre iba tiñendo la blancura del hábito. Nunca soportó ese disfraz de monja rígido, almidonado, que usaba para cometer atracos. La tela rasposa y tiesa como un lienzo le irritaba la piel, pero en este momento no notaba picor, sino un vacío agudo, frío, que subía desde su estómago. Solo el arma que llevaba junto al rosario seguía caliente.
Fernando Terrádez
Escuchaba el crepitar de las llamas que ya devoraban los matorrales y los primeros pinos. Las piñas estallaban en sonoras explosiones propagando la desolación. Se estremecía de emoción y un espasmo le bajaba, desde la nuca hasta el coxis, poniéndole la piel de gallina. Respiraba aquel humo, se embriagaba de él. Todavía podía distinguir entre el olor del fuego y el de la gasolina. De nuevo, aspiró fuertemente llenando sus pulmones. Comenzó a toser, jadeaba falto de aire, carraspeaba. La boca y la garganta se le llenaron del sabor acre de la muerte. Se le nubló la vista. Entre lágrimas solo podía ver humo. Dio un paso atrás, tropezó y perdió el equilibrio. Al caer sintió el frío impacto de la piedra al estrellar la cabeza. Tendido, una mano asía con fuerza el suave lomo del mechero mientras los dedos de la otra, que arañaban la tierra, dejaron de moverse. El sonido de las sirenas se desvanecía, cada vez más lejano.
Fundido a negro.
Felipe Soler
CECILIO MARTÍNEZ
TELEDIARIO
La visión es casi apocalíptica. Todo cuanto se divisa alrededor es hormigón destrozado y negros hierros retorcidos. Aún entre los escombros hay gente recogiendo sus tristes enseres que de nada servirán en un lugar sin techo. Pero el instinto de supervivencia siempre está ahí, y el olor a cuerpos calcinados y el sonido de las sirenas hacen que huyan corriendo para buscar refugio. Una mujer recoge a su hijo entre restos de edificios que desafían las leyes de la gravedad. Toca sus manos, seguramente notará su temblor; retira el polvo que ha cubierto su rostro para que sienta su caricia y vea el camino, hacia ninguna parte…
Y así un día tras otro se repiten están imágenes en la pantalla mientras ceno. No sé si me acostumbraré a verlas, pero de momento el sabor en mi boca es áspero y el reflujo ácido. Esta noche tendré que tomar una pastilla para poder dormir, pero tengo cama, comida y medicación. Me doy cuenta de que nunca he agradecido lo suficiente haber nacido en la parte correcta del mundo.
Soledad Vilches González.
La vendimia
Estaba anocheciendo, la vendimia había terminado. Los vendimiadores rodeaban el fuego alimentado con los sarmientos de la última poda; las llamas iluminaban sus rostros quemados por el sol y el ruido de la madera al arder rompía el silencio. Empezó a circular la bota de mano en mano, el chorro de vino chisporroteaba al chocar con las sedientas gargantas y algunas mujeres gritaban divertidas cuando se les resbalaba hacia el cuello. El olor de la carne y la grasa empezó a mezclarse con el del vino y las voces iban subiendo de tono. Los más impacientes se lanzaron a por las primeras chuletas de cordero lechal y, para no quemarse los dedos, las colocaban encima de rebanadas de pan blanco aún tibio que había en un gran saco de papel. Estaban en su punto, algo crujientes, pero tiernas. Detrás de las brasas, donde ahora se asaban chorizos y morcillas, en segundo plano, junto a la bodega, se adivinaban ya las viñas silenciosas y vacías de racimos.
Carmen Carriedo Ule
PRESAGIO
El 13 de marzo se quemó el microondas. Saltó un chispazo y empezó a humear,
como cuando tienes algo demasiado tiempo en la sartén. Peor, porque en dos
minutos, la cocina estaba llena de un humo negro y denso que dejaba un sabor
amargo en la garganta. Toda la casa olía a algo tóxico, como de plástico quemado.
El reloj se había parado a las once menos veinte. La nueva pila no consiguió que las
agujas continuaran su camino, ni que volviera a sonar el acompasado “tic – tac”,
como queriendo decirnos que el tiempo se detenía.
Abrí la ventana. El aire frio me erizó la piel. O quizás fue la quietud y el silencio que
me rodeaba. No presagiaba nada bueno
Ana Fraile Martín.
DURO Y DESPIERTO.
Atravesando la penumbra puedo ver un tímido rayo de sol deslizándose lento como mi mirada, paseando entre tus pechos orgullosos y que sorteando tu ombligo hace brillar el fino vello de tu piel para ofrecerse, finalmente, a una suave muerte entre la tibia y húmeda oscuridad que se esconde entre tus piernas como la más dulce y fragante promesa de placer.
En este breve instante, entre el sueño y la vigilia, la ofrenda silenciosa de tu cuerpo tendido en mi cama, es un reclamo para mis adormecidos sentidos que, humanos al fin y al cabo, tardan unos pocos segundos en llegar a despertar del todo. Cuando lo consiguen es para ofrecer mi orgullosa presencia endurecida, rindiendo pleitesía a la acogedora insinuación de tu tacto.
Pero justo cuando mi enhiesta urgencia se encamina hacia el feliz destino entre tus cálidas sombras, suenan unos golpes en la puerta.
Es mi madre entrando en la habitación como un huracán enfurecido recordándome en voz alta lo tarde que es; levantando la persiana de golpe y obligándome a realizar una maniobra urgente dejando, de un salto apresurado, mi enhiesta euforia retorcida y doliente bajo mi cuerpo.
Que duros son algunos despertares adolescentes…
RICARDO GARCÍA
Els matins a Arcadia
El silenci gris del matí em desperta. El lleu córrer de la brisa xiuxiueja a les tremoloses plantes que hui tampoc plourà. Les xafigades de Marc per les pedretes del llarg camí, que duu fins el garaig, posen la percussió amb la traca final de la seua partida amb el cotxe.
Salive quan m'arriba l'aroma dolç del café amb canella que la xicoteta cafetera escup. Tinc fam de llesquetes de pa daurat amb oli i un somriure de formatge per damunt. Esclata un sol cansat
que m'acarona la pell amb tendresa. Ara, tot és perfecte.
Rosa Llopis
Xàbia, 20 d’octubre de 2024
DISTRITO 6
Albert abrió la puerta sonriente y la condujo al salón, donde cesaba súbitamente el ruido de la calle, y Marta se sintió transportada a esa suave armonía de la vida en una casa del distrito 6. Los tonos quebrados de las telas, la disposición de los muebles, la fragancia de madera antigua. El sol del atardecer se filtraba desde el jardín a través de una vidriera y una tenue calidez le hizo sentirse parte de todo aquello. Saboreaba el té de jazmín cuando de pronto, siguiendo un impulso automático su mirada se dirigió a dos puntos brillantes, de un amarillo dorado y feroz que la observaban. Allí estaba, vigilante, dueña del espacio, tendida en el césped, con su sedoso y ondulante perfil. La gata estiró sus patas delanteras y con un paso indolente fue lentamente hacia ella; sin dejar de mirarla, se detuvo y emitió un sonido desafiante, después se volvió y de un salto se acomodó mimosa en las rodillas de Albert. Oh! pequeña, tienes la naricita helada.
Amparo Mir
CUANDO ME ACUESTO A SU LADO
Al irme a la cama, suelo hacerlo solo. A ella no le gusta ir sin los procesos
fisiológicos finalizados. Y esa hora larga, duermo con inquietud.
Mi mano de forma mecánica palpa el sitio vacío y sigo inquieto, inspiro por la nariz y
falta su aroma. Si llego a percibir algo, no son más que mis ronquidos. Mi boca busca la
suya. No la encuentra y la sequedad en mi garganta me altera un poco más. Me duermo
sin dormir.
Vuelvo a la conciencia, abro los ojos para percibir un gélido vacío, con dificultad
para conciliar de nuevo el sueño.
De pronto un aroma entra por la puerta, inundando la alcoba, mientras mi membrana
pituitaria, junto al bulbo olfatorio, se encargan de transmitir su aroma, su esencia de
mujer. Mi mano busca el vacío anterior, para percibir en mis dedos la suavidad de su piel.
La conciencia vuelve armoniosa, sin prisas ni tensión y mis oídos se llenan de dos
palabras que se aventura a lanzar, con tal dulzura, con tal tono de voz que me estremece.
¿Estás despierto?
Mi boca busca su boca para confirmarle que estoy ahí, saborear todo el amor que nos
profesamos con el intercambio de química.
Me duermo en sus brazos para soñar despierto y disfrutar soñando. Cuando me
acuesto a su lado…
FRANCISCO PÉREZ
El color del mar
“¡El mar es azul!”, me gritó la hermana Trinidad, llena de rabia.
Yo ya lo sabía. Lo había visto una vez en la película del domingo por la tarde; pero a mí me costaba imaginar tanto azul junto y, en mi dibujo, le añadí algunos resplandores verdes de alga y blancos de estrella.
La hermana me castigó sin recreo y me puso de cara a la pared para el resto de la mañana. La pared olía a humedad; pera a mí me gustaba. como me gustaba pasar el dedo por su superficie, rugosa y áspera, de cemento.
Cuando todos salieron al patio y ya me creía solo en el aula, escuché una voz que olía a Heno de Pravia y me susurraba al oído: “Pues a mí me gusta”.
Me volví y la miré a los ojos. Allí estaba el mar que yo no había sabido pintar... Y no, no era verde; pero tampoco era solo azul. Tenía destellos lilas y blancos.
Ramón de Aguilar Martínez
Para ser un viernes, el día había sido intenso, agobiante y duro. Tenía la sensación de no
haberme duchado en dos días. Hasta la suave bufanda de cachemire me rascaba el cuello.
Aparqué el coche en la única plaza que a esas horas estaba libre, la más incómoda y
estrecha, por supuesto. Al abrir la puerta, el contraste del aire acondicionado del interior y el
sofocante y viciado aire del garaje fue como una dura bofetada. Arrastrando los pies, el
maletín y el bolso, me dirigí al ascensor. Estaba tan cansada que no lo oí llegar. Siempre
hacía un chirrido agudo y penetrante, pero hoy, no. Por fin lo habían reparado.
En cuanto llegué al rellano percibí un olor dulzón, como si el descansillo estuviera lleno de
flores viejas. Mi vecina acababa de entrar. Intenté no hacer ruido; no estaba para
conversaciones de pasillo.
Metí la mano en mi abigarrado bolso para sacar las llaves. Menos mal que de llavero le
había puesto un cascabel. Eso facilitaba su búsqueda. Estaban pringosas. Los bombones
que me habían regalado en el último momento se habían deshecho un poco. Saqué la
cartera amarilla limón que había comprado el día anterior, estaba tatuada en tonos
marrones. Menuda faena.
Dejé caer los trastos al suelo, me descalcé y fui a la nevera. El vaho que salía del
congelador me reanimó.
Me prepararía un bocata de bacon con queso cabrales, una generosa copa de vino y me
calzaría las suaves pantuflas de estar por casa. La ducha podía esperar.
¡Noche perfecta de viernes!
Adela Belenguer
El cuento de los sentidos.
Me despierta el ruido del encendido de la estufa, y enseguida huelo el humo.
Salgo al porche y el frío viento me hace arrebujarme en el chal.
La voz de la abuela desde la cocina me dice que entre a probar el caldo del cocido.
Estamos en Navidad!!!!
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ
RÍO DE VERANO
Nunca se había bañado en el río. Las zarzas repletas de moras maduras, ya negras, casi blandas, advertían la
cercanía del agua. El aroma de las higueras confirmaba que el verano estaba en su esplendor, y el incansable
canto de las chicharras lo reafirmaba insistentemente. Paró un momento, cerró los ojos y le pareció estar
saboreando un higo bien maduro, dulce, sintiendo la diminuta explosión de sus semillas al masticarla. Sus
piernas ligeras siguieron avanzando cada vez más rápido. La tierra fina, le acariciaba suave los pies, y aunque
alguna piedra pequeña se le metía entre los dedos, casi no lo notaba por la emoción. Al fin, tras rebasar un
cañaveral, se encontró frente al río. El suave sonido del agua serenó sus pensamientos, y la claridad del agua
acariciaba su alma. Quedó un momento contemplando el paisaje. Un baño refrescante sería lo mejor que le
podía pasar en ese momento, así que se lanzó al agua. Desapareció sumergida en esa agua cristalina, y tras
unos segundos, salió de golpe. Empezó a nadar lo más rápido que sus extremidades le permitieron hasta
llegar a la orilla, el agua le congelaba los dedos. Pero ¿por qué nadie le había contado la verdad? ¿Por qué
esas falsas ilusiones, derramadas ahora en una corriente fría y vertiginosa de decepción? Salió del agua, un
nubarrón gris tapó el sol y las chicharras habían relajado su canto. Una lágrima en su suave mejilla se
disimulaba por el agua que aún le caía del pelo. No se iba a callar. No permitiría que nadie sufriera lo que a
ella le acababa de congelar los dedos y el alma. Desde ese día le haría saber al mundo entero, que las gatas
odian el agua.
Marta Chust
Ausencia
No se oyen coches, y cuando pasa uno hace más ruido que todos juntos. Hace mucho, mucho que es de noche y ella no ha llegado. Hay mucho silencio. Me gusta acostarme en su cama. Tiene que leerme el cuento, y si miro todo estaré despierta cuando llegue. Mientras espero, chupo un caramelo detrás de otro. La luz del farol entra por el balcón y me deja ver. Sube a las lagrimas de cristal y se columpia. Brilla sobre las flores de bronce clavadas en el cabecero. Están frías. No huelen como las que vi, antes, en la habitación de abajo. El mismo olor que la colonia que ella se pone y está en la almohada. Su calor no está.
Ésta tarde, desde casa de la vecina de enfrente, donde me llevaron; vi sacar de aquí, un joyero como el que tiene ella encima del tocador. Era tan grande, que lo llevaban entre muchos hombres, lo metieron en un coche de cristal y todos juntos lo siguieron.
Pepa López
LOS SENTIDOS
Tras largos años de interminables e infructuosas discusiones, enredos y algarabías, los cinco sentidos se pusieron al fin de acuerdo en acudir al rey para que dirimiera con su autoridad la difícil cuestión acerca de cuál de ellos es el más importante para el hombre. Al entrar en el salón del trono y contemplar la magnificencia, el lujo y la pompa cortesana cada sentido quedó anonadado por tanto estímulo y todos ellos entraron en confusión. Su majestad les ordenó que cada uno de ellos aportara un argumento en defensa de su superioridad. Habló primero el oído que, lisonjero, explicó que merced a él las personas podían escuchar las sabias palabras del rey. La vista arguyó que con su concurso era posible contemplar la elegancia y el porte de su majestad. Intervino acto seguido el olfato ponderando su capacidad para hacer disfrutar los aromas y las regias esencias que exhalaban el soberano y su corte. Secundando la actitud aduladora de los otros sentidos, el tacto afirmó que gracias a él se podía disfrutar de la suavidad de las pieles y de los ricos paños que lucía el rey en su indumentaria. Finalmente le llegó el turno al gusto, que adujo la importancia de aquel sentido que hiciera que tan refinado monarca disfrutara de los ricos manjares de su egregia mesa.
Tras escuchar los alegatos de los sentidos el rey quedó en silencio y, envanecido por las alabanzas recibidas, no se sintió capaz de elegir al más importante porque todos le habían elogiado por igual. Delegó entonces en sus consejeros la toma de tan difícil decisión; pero éstos, temerosos de importunarle eligiendo mal, tampoco fueron capaces de dar una respuesta. Dijo el rey entonces, algo contrariado, “si las mentes más sabias de mi reino no saben dar solución a este problema, probaremos con el más idiota”. Y dirigiéndose al bufón le exigió que contestara a la pregunta de cuál es el sentido más importante del hombre. “El sentido común, majestad”, le contestó.
José Luis Martí
Yo también
Acerqué mi mano a su brazo aterciopelado, lo acaricié con cuidado, con las yemas de mis dedos y pude comprobar el aroma fresco, entre cítrico y canela que de él se desprendía.
La miré, furtivamente a los ojos y ella fijó su mirada en los míos, no pude más que murmurar una frase inconexa, casi imperceptible, que me hizo repetir para contestarme pausada y sin prisa — yo también—.
Sus labios se aproximaron lentamente a los míos y su roce me recordó el sabor de la miel de azahar, entre la multitud imaginada de la playa desierta, con la fina arena de testigo y la mar como antídoto del olvido.
Emilio J. Izquierdo Pedra
Relato para el 17 de octubre de 2024
Alberto G.R. es funcionario de carrera. Capitán de la Armada y desde hace cinco años en el servicio secreto. Se encuentra ante la puerta de un edificio de aspecto abandonado en el barrio de Malasaña. Ésta era una de las misiones más complicadas que había llevado a cabo en su vida. Se detuvo por un momento en la puerta ante la incertidumbre de lo que le podría esperar ahí dentro. Pensó que si había llegado hasta aquí no tenía más remedio que continuar. Decidió entrar y como se temía, aquello era un cuartucho oscuro. Solo se veía un haz de luz de una puerta entreabierta. Se acercó y allí, en una habitación minúscula, estaba esperándole su quizás futuro casero para, en una entrevista, dilucidar sobre su solicitud de alquiler.
Relato para el 24 de octubre de 2024
(inspirado en "Una canción para La Magdalena" de Joaquín Sabina y "Matadero Cinco" de Kurt Vonnegut)
−El profe del curso de los jueves nos ha mandado un texto narrando con los cinco sentidos y creo que hablar de sexo sería idóneo. No me lo quito de la cabeza. No encuentro otra actividad humana en la que participen todos los sentidos a la vez.
−Cuidado que te saldrá una mezcla de literatura erótica y porno y te pondrán esa etiqueta de escritor para siempre. Además, ¿qué pensarán tus compis?
−No pasa nada, todos saben que lo que escribimos es ficción.
−Ah! Ya está, lo siento.
−Para ser ficción, podrías haber ficcionado durar algo más esta vez.
−Es que el relato tenía que ser breve. Es lo que hay.
JCMS
Bien resuelto el ejercicio.
Maldito aleatorio.
Al pagar, él encontró un “quizás”, olvidado al fondo del bolsillo. Ella pudo adivinar un “puede ser” en la mirada triste del chico de delante. Al ir a sentarse, ambos esquivaron a un empleado de mantenimiento que escuchaba "Copenhague" en sus auriculares, ajeno a todo.
Pasaron unos minutos hurtando sonrisas y miradas furtivas a la distancia entre las mesas que los separaban. Sin querer, ambos le pusieron demasiados sueños a sus cafés. Los despertó una voz llamando imperiosamente a sus vuelos. “Qué cabrón es el destino”, pensaron ambos. No tomaban el mismo avión.
Apuraron los suspiros antes de pasar juntos el control sonriéndose bonito pero maldiciendo entre dientes.
—Quizá en otro aeropuerto —decían los ojos de ella.
—Me encantará —respondió la sonrisa triste de él.
Mientras en sus auriculares sonaba “Copenhague”...
—Otra historia sin final—pensó la camarera— mientras, apartando un mechón rebelde recogió la mesa y les vio marchar en direcciones opuestas, ajena a las miradas del empleado de mantenimiento que esperaba ir, en su hora libre, a tomar café. Acercarse, acariciar su mano al entregarle las monedas y ver esa maravillosa sonrisa mientras ella intentaba, por enésima vez, sujetar ese mechón rebelde de pelo que siempre se le escapaba con los nervios.
Mientras en la cafetería sonaba
“Copenhague”... Maldito aleatorio…
RICARDO GARCÍA
ESCRITORA A TIEMPO PARCIAL
“¡Bruja, más que bruja!” —me gritó aquel sujeto mirando a la ventana del autobús— mientras la manifestación avanzaba por la Gran Vía. Cierto que yo le había hecho un leve mal gesto porque llegaba tarde a la clase de escritura creativa sobre “El poder de lo breve” y aquellos energúmenos gritando consignas de épocas pasadas.
Al volver a casa, cogí el muñeco de trapo que le había hecho a mi nieto y pensando en el sujeto que me había insultado, le clavé con rabia unos alfileres en la frente.
Luego, mientras intentaba encontrarme con la magia de la escritura y ver qué podía redactar para los deberes de hoy vi en televisión a un manifestante con tremendos cuernos en la faz...
¡Menos mal, pensé, que los alfileres los había comprado en el bazar chino de mi barrio y no eran de mucha calidad!
Soledad Vilches González
(en secreto)
A veces se muestran suaves y responden a las caricias de mis manos, pero otras están ásperas y envejecen entre mis dedos; responden al tiempo que paso con ellas. De tanto en tanto se unen entre sí y se asocian según su figura, o su número. No está mal su travesura, pero es más divertido si hay muchas iguales. ¿Y qué decir de sus colores, los dibujos o los números? También es bonito que se unan, incluso a veces da buenos resultados…pero lo mejor es cuando te ponen retos para que juntes todas del mismo color, con el mismo dibujo, con distinto número pero ordenadas de pequeño a grande.
¡Entonces te sientes el rey, es como si la vida bailara contigo! Solo que algunas veces, aunque te suden las manos, tienes que fingir que estás mejor que los demás, impostar una sonrisa falsa y ejercer de psicólogo a ver quién de entre los que te rodean es buen actor…o no. De ello depende tu suerte.
Soledad Vilches González.
La cena
El ataque se ejecutaría desde varios frentes, yo lo sabía y estaba esperando que sucediese.
La matriarca, que se había sentado a la cabecera de la mesa y era la persona que controlaba a casi todos los miembros de la familia, iba a comenzar su discurso.
Nos habíamos reunido después de la muerte «accidental» del padre. Quedaban muchas cosas que solucionar y de las que hablar.
Ella siempre exigía, sin preguntas ni consejos, solo ejecutaba.Los demás asistíamos, callados y obedientes, a las comidas y cenas en las que el menú consistía en envenenarnos a los unos contra los otros.
Asun Martorell
MUJER SHOMBREADA
Se metió en mi cama creyéndome mujer. Acarició mi cuerpo desnudo sin dejarse un poro de mi piel. Aspiró mi aliento, penetró en mi boca y recorrió mi lengua con la suya. Me miró: clavó su mirada con los ojos de quien lo quiere todo. Se hundió en mi alma para encontrarme y yo me dejé hacer.
Le pedí sosiego pero sus manos descendieron por mi espalda, decididas. Sentí sus dedos uno detrás de otro y quise que lo dejara, que cesara mi dolor… pero le pedí más; inexplicablemente, anhelé más. Sonrió y me susurró algo que no entendí. Jugó con el vello de mi pubis y se entretuvo allí un par de minutos hasta que fue bajando lenta y calladamente hasta la profundidad de mis labios. Entonces, me besó y yo contuve mi primer gemido, abriéndome literalmente. Liberé mi conciencia y dejé volar mi voluntad.
Me acarició con la misma dulzura que se mece a un niño, como la brisa mueve la hierba, suavemente, como si un mar en calma me susurrara al oído hasta que me durmiese bailando entre sus imperceptibles olas. El placer se prolongó más allá de lo imaginable y estallé con el primer espasmo.
Dos horas antes tomábamos café en el bulevar, disimulando caricias entre nuestros dedos entrelazados y mirando embobadas el vapor que escapaba de nuestras tazas, como dos mujeres enamoradas y felices por aquél encuentro inesperado.
Dos mujeres, ¿quién podría dudarlo? ¡Qué contradictorias apariencias! Yo era una mujer y no dejaba de esconderme tras la sombra del que se siente hombre hasta cuando duerme. Y ella, que era preciosa y tan femenina, no podía ocultar la sugerente masculinidad que palpitaba entre sus piernas.
Cerramos los ojos y disfrutamos: las dos sabíamos lo que nos quedaba por descubrir.
3 de diciembre de 2024
Juan María Casado
MUJER SHOMBREADA
Se metió en mi cama creyéndome mujer. Acarició mi cuerpo desnudo sin dejarse un poro de mi piel. Aspiró mi aliento, penetró en mi boca y recorrió mi lengua con la suya. Me miró: clavó su mirada con los ojos de quien lo quiere todo. Se hundió en mi alma para encontrarme y yo me dejé hacer.
Le pedí sosiego pero sus manos descendieron por mi espalda, decididas. Sentí sus dedos uno detrás de otro y quise que lo dejara, que cesara mi dolor… pero le pedí más; inexplicablemente, anhelé más. Sonrió y me susurró algo que no entendí. Jugó con el vello de mi pubis y se entretuvo allí un par de minutos hasta que fue bajando lenta y calladamente hasta la profundidad de mis labios. Entonces, me besó y yo contuve mi primer gemido, abriéndome literalmente. Liberé mi conciencia y dejé volar mi voluntad.
Me acarició con la misma dulzura que se mece a un niño, como la brisa mueve la hierba, suavemente, como si un mar en calma me susurrara al oído hasta que me durmiese bailando entre sus imperceptibles olas. El placer se prolongó más allá de lo imaginable y estallé con el primer espasmo.
Dos horas antes tomábamos café en el bulevar, disimulando caricias entre nuestros dedos entrelazados y mirando embobadas el vapor que escapaba de nuestras tazas, como dos mujeres enamoradas y felices por aquél encuentro inesperado.
Dos mujeres, ¿quién podría dudarlo? ¡Qué contradictorias apariencias! Yo era una mujer y no dejaba de esconderme tras la sombra del que se siente hombre hasta cuando duerme. Y ella, que era preciosa y tan femenina, no podía ocultar la sugerente masculinidad que palpitaba entre sus piernas.
Cerramos los ojos y disfrutamos: las dos sabíamos lo que nos quedaba por descubrir.
3 de diciembre de 2024
Juan María Casado
A SACUDIR OTRO PERAL
Mi marido no me toca desde hace meses, ya saben a lo que me refiero. El único contacto físico que
tiene conmigo es cuando me introduce la etiqueta, por la espalda, del vestido, del suéter, de la
camiseta o de lo que lleve si está por fuera.
A mí me gusta la ropa de marca pero llevan las etiquetas mejor cosidas que las del mercadito. Empecé
a comprar ropa en un puesto del mercado los martes, que es el día que está cerca del trabajo. Me
escapaba en el almuerzo y me hice experta en ropa con etiquetas medio sueltas. MISS THINK, CUORE
ROSA, PINK SOUL, etc... Todos los días antes de irme, al darme la vuelta, se me acercaba y
delicadamente me metía la etiqueta y me daba dos palmaditas. Yo pensaba, que pena que Ikea no
venda ropa.
Y así pasaba el tiempo. Casi todos los días coincidía con mi vecina al bajar en el ascensor. Era un poco
más joven que yo, era pediatra, guapa, muy espontánea y vestía muy bien. Poco a poco empecé a
observar que su ropa bajaba de calidad. Incluso a veces coincidíamos con lo mismo de diferentes
colores y nos hacía gracia.
Y se encendió la luz. No sé cómo ni porque, pero lo vi claro.
Llamé al trabajo, dije que no iría esa mañana. Recogí mis cosas en una maleta.
Le puse una nota: ¡Ale, a sacudir otro peral!
MARÍA JOSÉ JIMÉNEZ
PASA LA VIDA.
Antes, esto no me pasaba. Siempre con prisas, no me daba tiempo a fijarme en los demás.
El hombre, que ahora es un viejo, sentado en un banco, conserva una larga melena – ahora blanca -,
recogida en una coleta, y va vestido con camisa y vaqueros, mismo estilo que cuarenta años atrás.
Sólo que ahora hay a su lado un andador, sin el que probablemente no podría salir a pasear y está
sentado a media mañana, en horario laboral, en vez de atravesando la calle con prisa a última hora
de la tarde. Puede que yo le recuerde, que fuera un vecino de mi misma calle y que hasta supiera
cuál era su trabajo o quien era su familia. Ahora le veo y, en los instantes en que me lo cruzo, puedo
deducir su vida actual, sus achaques e incluso sus hobbies. O puede que sea un viejo cualquiera al
que nunca conocí y, aun así, me invento su historia.
Esto, antes no me pasaba. Puede que sea porque también yo estoy sentada en el mismo banco, en
el mismo horario.
Ana Fraile.
MIS FALLAS ESPECIALES
Se iniciaron el quince de marzo. Mi fallera mayor, vestida de gala, con su traje de entrega. Todas las mañanas “la despertá” me hace temblar. Sus petardos, no hacen ruido, son sus mimos y besos.
Me cuesta entender por qué se fijó en el ninot de la falla.
Llega “la ofrenda”. Sus flores, su mirada, su sonrisa.
Para concluir con la crema, al entra en la habitación, pero es territorio prohibido y aunque no lo fuera, sería imposible describir el fin de fiesta.
GRACIAS FALLERA MAYOR
DR
El silencio de la memoria
En el cruce de caminos siempre se puede observar junto a una gran piedra, un
ramillete de flores silvestres, siempre frescas y posadas con mimo y esmero.
Todos los veinticinco de julio en memoria y recuerdo, Raquel, ofrenda a su hermano
que entregó su vida por amor a otro hombre, ¿dónde demonios he dejado mi
talento?, se pregunta, ¿cómo puedo seguir en este pueblo cobarde?, que le silenció
y ultrajó, hasta convertirlo en un olvido sin recuerdo..
Uno enterrado, en el camino, otro internado por amar, sin miedo ni complejos.
Raquel, la hermana, testigo mudo y privada de su talento.
EMILIO J IZQUIERDO
Metáfora del cambio
Nos acercamos, mi nueva casa y yo, como alguien que se encuentra con un gato callejero y los dos se necesitan pero desconfían. El gato permanece indiferente, altivo, pero con un gesto de alerta, preparado para la huida. Yo me cerco despacio, para que no huya, insegura de mis sentimientos hacia él. Sin poder adivinar si algún día podremos se amigos.
Amparo Mir
Caipirinha
Preparó con esmero la decoración navideña. El árbol, las ramas de acebo, el nacimiento (este año sin mula ni buey)... Prendió la iluminación y estuvo contemplado, en la oscuridad, su parpadeo. Después apagó todas las luces de la casa y revisó la espita del gas. Comprobó que había cumplido con la tradición, que llevaba el pasaporte, el billete de avión, la maleta. Dio dos vueltas a la cerradura. Adiós cava. Bienvenida caipirinha.
Felipe Soler
Un fragmento de Castilla
Agosto de 1520, aún perdura el calor de las cenizas en Medina. La artillería deseada por el ejército del príncipe , quedó a buen recaudo, no importó la destrucción, todo se dio por bien pagado. .
Villanos, zapateros, pecheros, la baja nobleza, el clero…..el pueblo, todos dieron un puñetazo en el corazón de Castilla, los comuneros ya no eran cuadrilla oportunista , eran ejército con líder y con obispo.
Trece ciudades reconocen a la Santa Junta de Ávila. Trece ciudades están cansadas de pagar alcabalas e impuestos especiales para que un extranjero, un extraño de “boca abierta y mandíbula desencajada”, se corone como emperador.
La Santa Junta recomienda a Padilla el hablar con la reina Juana, no para enfrentarla con su hijo el boquiabierto sino para que entienda que los de Flandes, en cualquier jornada roban y durante los descansos roban y además deciden y gobiernan, los impuestos no retornan a Castilla, hay que pagar la compra de una corona.
En Tordesillas, apenas a seis leguas de Medina del Campo, donde las piedras del castillo rezuman más miseria, la reina espera, no hay eco en la pequeña sala. Dos caballeros, un escribano, un noble y el obispo Acuña que oculta bajo el escapulario una espada, que tiene ganas, llevan el recado de Castilla.
La reina, ante la comitiva mantiene su porte, su realeza vestida de negro. Todas las demandas son susurros, no hay que despertar a la locura, le recuerdan que ella aún es la reina, que puede salir de Tordesillas, que puede firmar una nueva historia, a Doña Juana le tiemblan ligeramente los labios, escucha en silencio, entiende la demanda….pero no firma el acuerdo. La reina loca acude de nuevo al último rincón donde conviven en silencio su trono y su catre, en Tordesillas todo queda en silencio.
Como en las películas
El hombre, taciturno, esperaba cada mañana la llegada del tren, siempre a la misma hora. Subía en silencio, tomaba su asiento junto a la ventana y fijaba la mirada, muerta, en un punto lejano. Era una rutina desprovista de palabras, de gestos, de vida. Nunca saludó a nadie, jamás habló ni sonrió.
Un día sintió una mano, pequeña, sobre la suya. Agachó la cabeza y, sorprendido, vio que una niña, con ojos grandes y curiosos, se la había cogido.
El viajero, por primera vez, esbozó una sonrisa; al principio tímida, casi torpe, como si ya hubiera olvidado sonreír... pero aquella sonrisa suya, escapando de su rostro, fue rebotando de mirada en mirada hasta iluminar todos los rincones del vagón.
Y el hombre, asombrado, descubrió que el mundo era de colores... como en las películas.
RAMON DE AGUILAR
La calle estaba mojada y mugrienta, con ropa tendida de extremo a extremo que impedía que entrara la luz. Había unos obreros ociosos acechando al esquirol que se atreviese a pasar. Cuando la estaba cruzando, sus miradas no me abandonaron hasta que no atravesé todo el callejón. El corazón me latía tan fuerte que no conseguí tranquilizarme hasta llegar a casa.
Aún sentía los ojos de los obreros clavados en la espalda. Reconocí a algunos de ellos porque trabajaban en la misma sección que yo en la fábrica y, a juzgar por su miradas, ellos también me habían reconocido y sabía que no me perdonaban que no apoyase sus reivindicaciones.
Temía que en cualquier momento se plantaran delante de mi puerta y tiraran piedras y rompieran los cristales o, quizás, hiciesen alguna pintada en la pared como ya había ocurrido otras veces. Me quedé recostada en la butaca del salón desde donde se podía ver la calle, vigilante, y con el rifle de mi padre apoyado en el pecho. De repente oí murmullos que iban subiendo de volumen hasta convertirse en un griterío. Se estaban acercando y venían directos hacia aquí. Sentí un sudor frío por la espalda y, aunque los dedos los tenía engarrotados, colé el dedo en el gatillo. Lo accionaría si se atreviesen a invadir mi casa. No podían tratar así a la hija del propietario.
Rosa Llopis (5/12/24)
El pajar del abuelo
Solamente cuatro paredes apenas enjalbegadas y enlucidas con poco esmero. El abuelo siempre con prisas.
La entrada era una puerta abierta sin puerta, tan sólo el marco, justo encima de la cuadra.
En el ángulo derecho del dintel, un nido embarrado de golondrinas aún vacío, diciembre no es mes de golondrinas.
En el techado y apuntando hacia la sierra de Cuera, un tragaluz, el padre decía que era un ventanuco, la luz justa para almacenar la siega.
Dejo las botas al pie de la escalera y subo descalzo, me gustaba caminar muy despacio y sentir a cada paso un gruñido de madera, las viejas tablas de roble. En el pajar apetece caminar descalzo, al fondo los restos de la cosecha, la hierba del prado del “Castañeu”, huele a prado y huele a siega.
Siempre clavado en el centro, el albiendo, su mango era una vara de castaño suavizada de tanto acarreo, hay que cogerlo con fuerza y con cuidado, sus seis puntas no son una broma, están siempre afiladas y cada palada son destello, seis paladas para la vaca otras cuatro para el ternero, total diez paladas y dos de postre, la docena.
Después de retirar la hierba del día para la cuadra, me gustaba tumbarme con los brazos bien abiertos y sentir el cosquilleo de la hierba seca y dejarme llevar soñando “trasgos” y “xanas”, recordar los viejos cuentos de zorras y gallinas que mi padre me contaba, modulando su voz según fuera gallina o zorra, siempre ganaba el dueño del corral.
De pronto un grito, una llamada, Cilio, ya tienes el desayuno, tienes polientas y borona.
La ronda en el Ministerio.
Ya son más de treinta los años que llevo vagando por los pasillos de este edificio gris, oscuro y monótono. Me dicen que no me queje. Con las treinta y seis mil pesetas que me pagan al mes como trabajador del Cuerpo de Empleados de Seguridad del Estado vivimos, si bien no con demasiada holgura, mi esposa, mis dos hijos y yo.
Cada planta es un calco de las demás. Diáfanas, sin adornos en las paredes salvo el retrato del Generalísimo que está en todas. Las cortinas tienen un tono acartonado y amarillento fruto del humo de los cigarrillos. Desde cada uno de los extremos de la sala se divisa el mar de mesas que hay dispuestas en filas. A poco que te acuclilles el ángulo de la visual no te permite divisar el horizonte. Prefiero verlo así. Desierto, impersonal, vacío. Por ello pedí el turno de tarde o noche que son los que nadie quiere. Los funcionarios que trabajan aquí son unos estirados que deben ganar mucho más que yo. Odio ver los efluvios de felicidad que emanan de los fetiches que tienen algunos en sus mesas. Que si la foto de uno en su apartamento de Torrevieja, que si la de otro subido en su Citröen GS, que si el trofeo de frontón de la urbanización de otro.
Ya son demasiados años haciendo de manera recurrente la misma ronda. Quizás debería pedir el traslado al Ministerio de enfrente. Otros horizontes, otros pasillos, otras mesas, otras cortinas, otros ascensores, otros fetiches. Seguro que si indago encuentro a alguien deseoso de permutar su destino por el mío.
Funeral
La noche anterior le preguntó a su madre si con un pantalón negro y una sudadera verde oscuro iba bien.
— Claro, lo importante es que estés. Tu amiga no va a fijarse en ti ni en tus amigos.
Bastante tendrá la pobre con soportar el dolor mientras le dan el pésame—le
respondió su madre.
Era la segunda vez que visitaba un tanatorio. La primera cuando falleció su abuela, y de eso hacía ya nueve años. Lo recuerda muy vagamente. Cuando se celebró la misa, estuvo entre sus padres, callado, imitando sus gestos y acciones. Aquella vez muchos de sus familiares no le dieron el pésame, sino que no pararon de hacerle cumplidos como lo mayor y guapo que estaba. Después, fue con sus padres al cementerio, y desde su pequeña estatura vio cómo introducían el ataúd de su abuela junto a los restos de su abuelo, a quien no llegó a conocer.
Esta vez era distinto, aunque también era octubre. Iba a acompañar a su amiga Sara en el funeral de su madre, fallecida en la DANA. Despareció el día del desastre, pero no encontraron su cuerpo hasta varios días después. Sara estaba en el grupo con los que quedaba cuando salían, pero para Gabriel no era de las amigas más cercanas. De todos modos, había decidido ir al tanatorio.
Cuando llegó, la sala de velatorio estaba llena. Se acercó a Sara y mientras le abrazaba le dio el pésame. Ella no dejó de llorar, contagiándole esa tristeza y rabia por lo ocurrido. Gabriel imaginaba a sus padres de compras por la zona de la tragedia y no volverlos a ver. Ese temor no le abandonó durante toda la mañana. Después de la misa, en la que Sara solo tuvo fuerzas para decir unas pocas palabras sobre su madre, todos los asistentes acompañaron el féretro al crematorio. Él y sus amigos se quedaron fuera mientras la familia esperó en la sala más cercana para poder recoger las cenizas. Todo terminó y se despidieron. Mañana volverían al barro.
Fernando Terrádez
Pasado continuo
Era ya noche cerrada, volvía a casa por calles oscuras y desiertas, cuando le pareció que
otros pasos se escuchaban detrás de ella. Disminuyó la marcha y las pisadas se
acompasaron a sus pasos. Se detuvo y el sonido cesó. Entonces, se quebró a su lado el
silencio: se escuchaban murmullos de conversaciones de otro mes de Junio, cuando volvía
a casa después de una noche de estudio con el grupo de amigos de siempre. La proximidad
de los exámenes, la calidez de la noche, la misma luna creciente. La vida, que se jugaba en
una frase, en una opinión, en una opción: "yo creo...". Un murmullo, una sinfonía en la
aparente inmovilidad de la noche que hacia tintinear a las estrellas. Una huella viva. Una
sensación de saber, por fin, quien era, la de entonces.
AMPARO MIR
GARGANTA DE CUARTOS
Repaso entre mis archivos y una y otra vez me detengo en esta fotografía, quizás porque mi mirada recorre el paisaje como páginas escritas, es un paisaje que dice todo lo que pienso, me define a mí misma.
Recuerdo todavía como la vegetación mordía ya el molino pero a pesar de ello la piedra se resistía a desaparecer y los sillares seguían ensalzando el arco que devolvía de nuevo agradecido el agua a la garganta, y evoco las aguas cristalinas saltando entre los riscos heridos por la humedad de los años: nunca pudo el viejo edificio espejarse en ellas, siempre encrespadas, saltando a toda prisa…pero sí se reflejan en mí las imágenes de los que me acompañaron saltando por aquellas piedras: mi tía Aurelia, española en París como tantas otras, el primo Luis, que allí pudo ser lo que aquí no se le permitía… la tía Iluminada, su madre, que sabía mucho y callaba más…y así tantos otros. Los veo en ese cielo tenue por el que parece que las nubes han corrido demasiado, entre los árboles, de los que solo recuerdo los nombres más comunes, robles, encinas, hayas, en los que los ocres anaranjados anunciaban pronto el final del verano, de los muchos veranos de mi infancia y adolescencia que pasé allí.
Los deseos de entonces son ya recuerdos que primero acarician y después, a veces, arrancan suspiros de dolor. Sé que amo este paisaje quizá porque me contiene joven, pero los acontecimientos de la vida son como las piedras que construyen el arco del molino, que no son importantes una a una, sino por la línea que conforman, que es lo les da su resistencia.
Soledad Vilches González
EL JARDIN DEL FONDO
Después de un viaje en tren, autobús y unos kilómetros andando llegué a la entrada del jardín.
Una pared de argamasa en tonos tierra sostenía una puerta antigua en color arcilla, sin duda
tratada con aceite de linaza y pigmentos naturales. A la derecha había un azulejo con bordes
azules en el que se leía “Prohibida la entrada de perros y niños sueltos”. Fue inevitable una
sonrisa y pensé que era muy propio de mis amigos. Para acabar mi novela, tenía que recrear
un jardín. Y me estaba costando. Ellos con todo su cariño me invitaron a pasar unos días en
ese espacio que habían creado con esfuerzo y sabiduría.
Era primavera pero hacía calor. Al traspasar la puerta me pareció entrar en el paraíso. Un
paseo bordeado de ginkgos ofrecía una luz tamizada frente al sol del mediodía. Desembocaba
en un amplio espacio divido en cuatro cuadros al estilo de los jardines persas, simbolizando
los elementos de la naturaleza, fuego, agua, tierra y viento.
Un penetrante olor a rosas emanaba de uno de ellos, eran rosas de Alejandría, rosas frágiles
que se desparraman al cogerlas de un perfume intenso. En el centro la “Charca de las ranas”,
una alberca de planta hexagonal con flores acuáticas.
Había multitud de especies, cientos de peonias con sus inmensas flores, lirios de muchos
colores, rosales banksies amarillos abrazándose a los cipreses. En el fondo un arboreto con
fresnos de olor, granados, alguna higuera bordeado de celindas y lileros
En una esquina una pequeña casa con un porche de glicinias que daba paso a tres estancias
acogedoras de grandes ventanales. En el interior reinaba un aparente caos: libros de
jardinería y de botánica junto a cazuelas de barro, calendarios antiguos…
Por la noche los ruiseñores cantaban desesperadamente para ver si alguna hembra quería
compartir la vida con ellos. Mientras las ranas competían a coro, me preguntaba que se
estarían contando.
La dedicatoria de mi libro fue para ellos por haber sido capaces de crear y compartir tanta
belleza.
Maria José Giménez
Gustar(se)
La escena que pude ver, ayer por la mañana, en la mesa de al lado de la terraza donde tomábamos un vermut, me alegró el día. Estábamos al sol, lo cual me permitió estar con las gafas oscuras y poder mirar sin ser visto a dos chicas tomando café. Una de ellas, la que primero llamó mi atención, llevaba vaqueros rotos, botines marrones de media caña, una bomber verde y unas gafas de sol, de las que usan los aviadores que llevaba sobre su pelo corto y oscuro como la noche. Actuaba con gestos decididos sabiendo lo que hacía. La otra, un poco más menuda, llevaba un vestido ligero atado a la cintura adornado con una primavera azul recién florecida, medias tupidas, una media melena trigueña al viento, sonrisa tímida, mirada esquiva, una preciosa cazadora de cuero color rojo infierno colgaba del respaldo de su silla, esperando paciente, mientras ella se dejaba convencer.
Los dos perros de la heroina del aire descansaban quietos bajo su silla, atentos al movimiento de las manos de su dueña, palomas que volaban para rozar, acariciar, atraer la atención y sonreírle con el tacto, a la blonda indecisa. Le estaban bailando una sutil danza de seducción. Las señales eran evidentes. Su forma de sonreír al notar esos pequeños roces; cómo permitía que la aviadora le apartara un mechón de su melena; el dejarse, como quien no quiere, que le coja la mano un instante apenas, sin atosigar. Al final se levantaron a pagar no sin antes, en un último gesto cargado de intencion, apurar la una el café de la otra mirándose a los ojos, ajenas a los niños que jugaban al balón o a cualquiera de los demás inquilinos provisionales de la terraza, parando el tiempo en esa intensa mirada nacida entre las dos. Entre las ganas de una y el abandono aparente de la otra.
Entonces la rubia cogió la taza de la morena y, después de apurarla, se pasó la lengua por los labios muy lentamente desatando una sonrisa espléndida y luminosa en su decidida compañera. Tan radiante, que no pude seguir observando ese gesto tan intimo y aparté la mirada. Después se marcharon las dos muy juntas, pero sin tocarse. La aviadora haciendo como que estaba pendiente de sus perros, la rubia mirándola a ella, entregada definitivamente. O quizá orgullosa por su poder de seducción, gustando al dejarse querer...
Cuando doblaron la esquina, apuré de un trago la cerveza que me quedaba y aterricé en la mesa, riendo una gracia que ni siquiera había escuchado, sencillamente porque los demás lo hacían, conservando en la retina ese juego de seducción sutil y precioso que ellas me habían permitido disfrutar.
RICARDO GARCÍA
Llueve sobre Berlín
¿Papá hemos venido a Berlín para quedarnos?, yo obviaba la respuesta mientras buscaba la oficina del Ministerio del Interior, para solicitar visados y rehacer nuestras vidas en Alemania. Mi mujer y madre de mis hijos había fallecido tras las inundaciones del 2035 en la franja mediterránea española.
Llovía con fuerza y nos acercábamos al ministerio en el barrio de Mitte, cuando observamos una cantidad ingente de personas en las puertas del mismo. Tras una larga espera, recibimos como respuesta de las autoridades germanas, que seríamos trasladados a una serie de viviendas cápsula que habían habilitado en las afueras de Hamburgo.
Tras mi petición de ayuda, una voz carente de humanidad mató toda mi esperanza; estamos sobrepasados con los millones de refugiados del cambio climático procedentes del sur. El Gobierno Supremo de la Nueva Europa velará por su bienestar y salud en los nuevos barrios de “Bienvenida”.
EMILIO J IZQUIERDO
VIAJAR CON LA IMAGINACIÓN
Mi destino es el reino de Wizard. Donde se enroca mi imaginación.
Comienza el viaje, mi mente se acelera a la velocidad de la luz. Atravieso todas las galaxias conocidas hasta llegar a la desconocida, donde se asienta mi destino.
Impresionante la luz de sus siete estrellas. Necesito refugiarme.
Al controlar la oscuridad percibo un gran portón, de madera de roble, con doce cuadrados de dos metros cuadrados. Al rato puedo leer un letrero “LOS ENIGMAS DE WIZARD”. Cada recuadro numerados del uno a doce utilizando la numeración romana. Bajo el número una inscripción.
De perdido al rio, abrí el I, en la inscripción el “Valle de Wizard”
Al apoyarme en el recuadro, caí al otro lado, cerrándose de inmediato. Me asusté, pero al comprobar la belleza del paisaje, oler la fragancia de las flores me pude recrear con la vida brotando por doquier.
D R
Después de la lluvia
La habitación me ahogaba, me parecía que se iba encogiendo, que se hacía cada vez más pequeña, más estrecha. Me agarraba con devoción a la escopeta, como un brazo fiel y defensor ante una amenaza. Desde la ventana vigilaba la calle deshabitada, mientras escuchaba el tintín de las gotas de lluvia, que percusionaban con los tubos del desagüe, y que junto con los latidos de mi corazón introducían una banda sonora de un inminente acontecimiento que se adivinaba trágico.
Ya la espera se hacía larga y el silencio, demoledor, me crispaba los nervios. Me ayudaba a sobreponerme un recuerdo de la infancia en el que veía, desde esa misma ventana, corretear a los niños por la húmeda calzada, inundada por una algarabía de risas y gritos de excitación cuando los descubrían de sus insólitos escondrijos. Reviví, entonces, la frustración que me producía la negativa de mi madre a que yo pudiera compartir esos juegos, más propios de niños que de niñas, y de los que debía guardarme por ser la hija de quien era.
De repente salí de mi ensoñación, ahora veía a esos niños, quince años más tarde, que acababan de girar la esquina y se adentraban por la misma calle recién duchada. Los gritos ya no eran alegres metales, eran graznidos vitoreados al maldecir mi nombre. Me puse en guardia y apunté, con el dedo tenso en el gatillo, hacia la masa que se acercaba con determinación. Atiné unas piernas, desfallecieron y, acto seguido, los demás se dispersaron. Habían vuelto al juego infantil del que eran tan avezados. Se habían escondido.
Rosa Llopis
Finales de agosto
Cuando se despertó eran casi las 7 de la tarde. Tenía mucha sed. Quizás el tranquilizante o quizás lo mucho que había sudado le habían dejado la boca seca. Vació la jarra de limonada casi helada, se metió en la piscina y estuvo un buen rato pegando fuertes brazadas, como si quisiera desprenderse de su propia piel. El atardecer de finales de agosto proyectaba las sombras de los cipreses y los pinos del jardín vecino. Sintió un fuerte impulso de volver al bosque. Debía darse prisa, los días ya no eran tan largos como al principio del verano.
A medida que avanzaba por el camino, entre los árboles, su respiración se hacía más agitada. Sentía un nudo en la garganta y las sienes parecían a punto de estallar, igual que su alborotado corazón. La puesta de sol no había conseguido silenciar a las escandalosas chicharras que continuaban su estridente concierto.
El calor se estaba apoderando de nuevo de todo su cuerpo. No se cruzó con nadie más, lo cual no era de extrañar en el mes de agosto y con las temperaturas que estaban sufriendo aquel verano interminable. No se oía ni una mosca, mosquito, pájaro o rumor de hojas mecidas por el viento. El aire parecía sencillamente inexistente.
Cuando llegó al viejo poste caído no vio ni rastro del hombre. Se acercó lentamente. Registró el suelo buscando el reguero de sangre sobre la pinocha, huellas de ruedas, pisadas o señales de que alguien hubiera arrastrado el cuerpo, pero a simple vista no se veía nada y tampoco quería detenerse mucho por si estuviera siendo observada por alguien oculto entre los árboles, —el mismo hombre quizás— pensó escalofriada apretando el paso.
El sol había desaparecido prácticamente de las copas de los árboles, y un extraño silencio, en medio de la creciente oscuridad, le hizo sentir una especie de terror nuevo. Debía alejarse lo más rápido posible de allí y volver a casa antes de quedarse indefensa en ese bosque que ya no era el mismo para ella.
Carmen Carriedo Ule
La sala
Ocurrió después de comer, en esas horas en que todo se enlentece y uno se deja adormecer por el sol de la tarde y el sopor se va incrustando por todos los rincones del cuerpo. Elena intentó acceder a la sala de disección pero la puerta estaba cerrada con llave; dió unos golpecitos para alertar al encargado de la sala, el señor Antana, pero nadie contestó. En ese momento, uno de los adjuntos de anatomía atravesaba el pasillo y le aconsejó que buscara al señor Antana en la sala de autopsias, en la planta inferior. Elena no conocía bien todos los recovecos de la facultad ya que era su primer año de carrera, así que bajó y se perdió entre los lúgubres y numerosos pasillos del sótano. Anduvo desorientada varios minutos hasta que la encontró, golpeó la puerta un par de veces con los nudillos y, sin esperar respuesta, tiró de la manivela hacia abajo. Para su sorpresa la puerta se abrió y un irritante olor a formol salió despedido desde el interior. Contuvo la respiración y entró.
El brillo de los azulejos blancos de las paredes se mostraba apagado y el color se había tornado pálido y amarillento excepto en algunas zonas manchadas de sangre o de secreciones inclasificables. Al fondo, un fregadero metálico lleno de cacharros y herramientas reflejaba la luz que le llegaba desde una minúscula ventana situada sobre él. Desde allí, la luz caía por la habitación e iluminaba las numerosas motas de polvo que descendían hasta el suelo y un par de camillas que se adivinaban en la penumbra. Elena se acercó y descubrió los cuerpos de dos personas muertas: dos hombres. Uno, vestido con ropa de calle, sin aparentes signos de violencia y con la cara azulada. El otro, que parecía desnudo, estaba cubierto por una sábana verde de cintura para abajo. Su tórax se apreciaba abierto y vacío, sin rastro del corazón ni de los pulmones. Tenía los ojos abiertos y su piel, algo morena, ocultaba la palidez que debería presentar un cuerpo sin vida. Mientras lo observaba, Elena tuvo la sensación de que la miraba.
La habitación era como un pasillo ancho y no demasiado largo; tragó saliva y decidió continuar hacia una puerta lateral de la que provenían unos sonidos muy tenues, como susurros. Con la esperanza de encontrar al señor Antana se acercó lentamente hasta que sus ojos sobrepasaron el marco de la puerta doble cuyas hojas estaban abiertas. Una pila de cadáveres, entre veinte hombres y mujeres desnudos amontonados en mitad de la sala, formaban una especie de pirámide humana que llegaba hasta el techo. Carecían de pelo en cualquier parte del cuerpo y por su piel viscosa, blanca y agrietada, más que personas, a Elena le parecieron gusanos que se abrazaban tratando de ocultar su desnudez. Los susurros que había percibido sólo eran sonidos provocados por el aplastamiento de los cuerpos que, al actuar como una prensa, hacían escurrir sus líquidos grasientos y parte del formol que llenaba sus cavidades. Una gran piscina a la derecha de la pila humana mantenía a Elena petrificada en mitad de la puerta. Y por el irritante olor que despedía, Elena dedujo que allí era donde los cuerpos sumergidos perdían toda su humanidad.
Mientras trataba de contener su angustia, casi sin poder respirar, algo rozó su hombro y se sobresaltó. Era el señor Antana, que acababa de entrar y había dejado caer su mano sobre el hombro de Elena. Cuando el hombre le preguntó qué hacía allí, ella lo miró sin poder decir una sola palabra y salió corriendo hacia la calle para respirar. Tuvo que dar varias bocanadas de aire fresco hasta poder recuperar el aliento, pero no pudo deshacerse de la irritación provocada por el formol que parecía pegado a su paladar.
11 de diciembre de 2024
Juan María Casado
CECILIO
TENGO CÁNCER.
Francisco Pérez Baviera
Al concluir la cena se perdió solo por la selva, siguiendo el camino de “Cala Bonita, en Costa Rica. Al pisar la arena, le llegaron recuerdos lejanos que alegraban o apenaban su alma. Cerró los ojos y al recuperar la visión andaba en otra playa, en Gandía, con diferente encanto.
¿No dormiste bien noche? ¿No quieres repetir?
Entraron juntos al aseo, realizaron la limpieza bucal y al regresar a la habitación comenzó a quitarle la ropa.
Era su última noche, sus vacaciones concluían regresando a su país. Iban de la mano con todo su ser encogido. De pronto un suspiro alteraba al otro para cruzar sus miradas. Algo iba a suceder, que pondría fin a esa incertidumbre. No pudo más y se rompió confesándose.
¿Tengo cáncer?
La cálida brisa del Mediterraneo se tornó gélida. Rompió a llorar para abrazarse a él, mientras entre sollozo y sollozo repetía una y otra vez.
Perdóname, lo sien…
Apagó sus palabras, para evitar que dijera sacrilegios, descansando sus labios en ella.
De pronto sus pies se empaparon, una ola con un poco más de energía les alcanzó
Percibió su mano y continuó recreándose con el contacto y el último desfallecimiento de las olas. Se detuvo y al girar le tenía de cara, era real. Esa expresión de dulzura y tristeza le auguraban que no tardaría en romper el silencio.
- Tengo cáncer.
Escuchó las dos palabras que volvían a perturbar sus oídos, al tiempo que la imagen desapareció, para fundirse en la escena, mientras los sonidos de la selva acompañaban su llanto.
Chilló como un poseído. Se dejó caer sobre la arena para proseguir el llanto. Al levantarse secó sus lagrimas con el polo y siguiendo el mismo recorrido regresó a la cabaña.
Con los cinco sentidos
Me gusta el sonido de cada una de las letras de tu nombre, tan femenino, y escucharte tranquilamente mientras hablas, sentados en nuestros sillones favoritos. Me encanta saborear tus frases y tu cuerpo mientras sonríes, disfrutar de nuestras conversaciones interminables y dejarme atravesar por esa mirada tuya cuando mezclamos caricias y me susurras bajo tus ojos interrogantes.
Compartir el desayuno contigo se convierte en algo delicioso: El zumo de naranja, las tostadas, el café, los cruasanes, la charla, la música de fondo… Adoro que nos alimentemos el uno del otro sin consumirnos. Ya sé que el amor no es infinito, pero me gustaría amarte en todos los sentidos, sin incertidumbres, con la certeza de que a tu lado seguiré sintiéndome mejor persona cada día.
Sentado en el sofá del salón, me doy cuenta de que todo huele a ti cuando te vas: la habitación donde nos abandonamos durante horas, la sábana que nos cubrió, la copa donde bebiste y hasta las paredes que no tocaste. Tu aroma, tatuado en mi piel, se está convirtiendo en obsesión y me impulsa a buscar en ti paisajes que desconozco. Hoy, tras despedirnos, te hubiera regalado mi sonrisa mientras me entretenía con la fragancia de tu sexo agridulce entre mis dedos.
Siempre espero tu regreso con impaciencia, muerto de sed por beberte, desesperado por tu ausencia, ansioso por tocarte una vez más y recuperar de tu boca esos silencios escondidos cuando callas mis labios con tus besos.
Ha pasado mucho tiempo. Acabo de encontrar en nuestra vieja caja de recuerdos, mirando entre papeles, lo que me escribiste junto al mar aquella mañana de verano. Lo he leído atropelladamente, tratando de asimilar el pasado, nerviosa, pero tus palabras se me han clavado como puñales. Te echo tanto de menos que necesito escribirlo para no volverme loca. Soy frágil, ya me lo dijiste, te burlabas de mí y me acunabas en tu regazo; lo fui y lo sigo siendo, y me siento de nuevo vulnerable por un vacío insoportable. Hace ya más de un año que no estás… Perdona que se esté empapando el papel, no puedo evitarlo; aún me duele que te fueras de la vida, así, de forma tan injusta, tan pronto, sin una serena despedida.
Juan María Casado
A RITMO DE BACHATA
Me mostraron las imágenes de televisión. Habían ajusticiado a los prisioneros de la guerrilla. Sus cuerpos yacían en tierra. Se presuponía que los iban a canjear por mí. Claramente me la estaban jugando. A más de un alto empresario, cacique o curaca le debió hacer muy poca gracia mis propuestas de reforma agraria. La guerrilla les estaba haciendo el trabajo sin darse cuenta. No eran conscientes de que yo era el miembro del gobierno más próximo a ellos.
Quince días antes fue cuando me secuestraron mientras hacía footing por los alrededores de la Ciudadela. Me asignaron a uno al que llamaban Machuco para vigilarme y que no me faltase de nada. Machuco era un tipo jovial al que pillé en varias ocasiones tarareando bachatas de Frank Reyes, Romeo Santos y otros que no identifiqué. La bachata no es propia de nuestro país, más bien del Caribe, pero se escucha en todas partes. Además, en eso compartimos gustos. Incluso aprendí a bailar algo en Samaná donde tenía una casa de vacaciones. De hecho es un baile relativamente sencillo a poco que se aprendan cuatro pasos y dos giros. Traté de caerle simpático enseñándole el ritmo y los pasos esenciales. Nos hicimos amigos. Me enseñó una foto de Yaneisy, la joven de la que estaba profundamente enamorado. Cuando la viera la sorprendería sacándola a bailar bachata en la verbena. Nos reímos cuando dijo que de ésta ya no se le volvería a escapar.
En la habitación contigua percibí los intentos desesperados de Machuco por que me conmutaran la pena, pero nada podía evitar. Quien estaba mostrándome el reportaje, pistola en mano, era un individuo mucho más tosco. De poco sirvieron mis explicaciones in extremis de que yo estaba del lado de ellos y de por qué habían perpetrado las ejecuciones. Y de poco me iba a servir en esta ocasión mis nociones de bachata.
Miguel Ángel Albero
El aroma de las sombras
Siento un leve aroma a violetas flotando en el aire mientras intento caminar pegado a las paredes buscando esconderme entre las sombras del atardecer. A pesar de sentir un leve dolor en el pecho y estar ligeramente mareado, creo que voy en la dirección correcta. Decidido, sigo adelante por calles secundarias, tapando mi rostro con el sombrero intentando esquivar las miradas indiscretas guiado, tan sólo, por mi intuición.
Al subir la cuesta del olvido, el pecho me empieza a doler con intensidad. Una punzada especialmente aguda me ataca pero lo achacó a esa húmeda niebla que, subiendo desde el río, lo empapa y oculta todo. Intentando esconderme me adentro, justo a tiempo, en la oscuridad del callejón que encuentro a mi izquierda. Otro espasmo especialmente fuerte hace que me doble sobre mí mismo y necesito apoyarme en la pared unos segundos para poder recobrar el aliento. Tropezando y tambaleándome, llego sin aliento hasta el centro de la callejuela donde ya no puedo aguantar más y me desplomo al borde del círculo de luz que proyecta la única farola que todavía resiste, a duras penas, encendida.
A mi lado, en el centro del tímido charco de luz que proyecta, puedo ver un ramo de flores y entre los vivos colores, una nota que alguien ha dejado escrita con tinta violeta: «Ni un mes, un día, o un segundo sin recordarte... Un año es demasiado tiempo sin ti» A pesar de no poder moverme, al reconocer la letra siento brotar una lágrima que acaba rodando por mi mejilla pegada al sucio asfalto. Recuerdo que hace justo un año, en este mismo lugar, me dispararon en el pecho por mediar en una riña absurda. Y mientras pienso que la muerte es la única capaz de parar el tiempo, me veo desde arriba observando como mi cuerpo inerte desaparece definitivamente entre la espesa niebla. Pero, a la vez, todavía soy capaz de percibir un sutil aroma a violetas flotando entre las muchas sombras que, como la mía, habitaremos para siempre este callejón.
RICARDO GARCÍA
LA ENTREVISTA
Tenía tiempo, así que Lúa se detuvo un momento en un banco del parque. Sacó la carpeta y
ojeó todos los papeles para comprobar que no se había dejado nada, aunque sabía que estaba
todo, lo había mirado un montón de veces antes de salir de casa. No pudo evitar volver a
revisarlos de nuevo. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Tampoco tenía nada que perder. Las
malditas dudas que siempre le acompañaban. Esa sensación de que cualquiera iba a hacerlo
mejor que ella. No. No era eso. Ella sabía que lo había hecho bien, pero no podía dejar de sentir
el temor de no saber explicarse, de no saber venderse, de hacerse pequeñita y quedarse sin
palabras cuando lo que se esperaba de ella era seguridad y firmeza. Tenía que ser una
apisonadora, si era necesario, para arrollar cualquier competencia que, seguramente, no estaba
a su altura, aunque tuviera más labia. Se levantó del banco y caminó decidida hacia el portal
número tres; no quería llegar tarde a su cita en la agencia El Círculo.
***
Se suponía que iba a ser una tarde muy feliz. Llevaba tiempo deseando que llegara el día de su
fiesta. ¡Por fin iba a cumplir diez años! Su madre, a regañadientes, había renunciado al vestido
de florecitas en que estaba empeñada y, le había comprado la minifalda vaquera elegida por
ella. Pero, al final, las cosas no habían sido como ella se esperaba. Normalmente, ser el centro
de atención o que todo el mundo estuviera pendiente de ella, le producía una vergüenza
insoportable. Pero era su fiesta de cumpleaños; le hubiera gustado que la tuvieran más en
cuenta, que hubieran valorado más su opinión. No pasó, como no pasaba habitualmente, y Lúa
se quedó, de nuevo, con una sensación de fracaso, que probablemente sólo ella percibió. ¿Qué
era lo que no funcionaba bien en ella? Habían acudido a la fiesta todas sus amigas, incluso
Magda, los regalos habían sido bonitos, aparentemente lo había pasado bien todo el mundo…
¿por qué ese sabor agridulce, esa grieta angustiosa en su interior? ¿Por qué no se sentía
pletórica y feliz? No le parecía que ella hubiera sido la protagonista, es como si todo el rato
hubiera estado bailando al compás de una música que no había elegido. Lúa se metió en la
cama deseando que esa mezcla de tristeza y decepción, se diluyera con el sueño.
***
El ascensor paró al llegar al quinto piso. “EL CIRCULO” rezaba el letrero negro, con sus letras de
diseño, en un lateral de la puerta. Antes de tocar el timbre respiró profundamente, deseando que
el aire ralentizara la velocidad a la que latía su corazón. Mientras, en su cabeza no paraban de
agolparse ideas, dudas y temores. “Hoy no voy a dejar que pase”, pensó. “Ya no soy la niña que
sólo era capaz de hacer lo que Magda me decía. Me siento fuerte, esto va a salir bien”.
Su problema era que no sabía tomar la iniciativa. La iniciativa era una montaña elevada y
escarpada que no se atrevía a escalar. Le parecía que no tenía el equipamiento adecuado y,
desde luego, lo que sí que tenía, era el convencimiento de que iba a tropezar y a caer rodando
ante la mirada de todos, sumiéndose en un estrepitoso fracaso público.
Ese miedo le impedía lanzarse a hacer cualquier cosa. Nunca le pareció que los intentos que no
llegan al éxito, fueran pasos necesarios de un aprendizaje; desde su punto de vista, era
preferible no alcanzar nunca determinados objetivos si no estaba segura de hacerlo perfecto a la
primera. Era preferible pasar desapercibida, aunque eso supusiera que nadie supiera nunca de
lo que ella era capaz. Pero esta vez, estaba preparada para conseguirlo.
Por fin se atrevió a llamar al timbre. Los segundos que pasaron hasta que oyó unos pasos se le
hicieron eternos. La sonrisa se le quedó congelada en cuanto la puerta se abrió. Al otro lado, una
joven rubia le daba la bienvenida. Toda su seguridad se derrumbó como un castillo de naipes.
Era Magda.
ANA FRAILE MARTÍN
ENSUEÑO
Las luces de la ciudad entran con líneas horizontales a través de las persianas, dejan sobre la cama, la más grande que en su día encontramos, la imagen de una frágil valla. Suelo dejar que pase luz, me gusta ver cuando abro los ojos en la noche.
Doy vueltas buscando el sueño que no llega. Enciendo la lamparilla que está sobre la mesilla de mi lado. Me incorporo y cojo entre mis manos la pequeña escultura. Tiene la forma de una figura femenina y la apariencia de un capullo en formación. Quise darle forma al Haiku de Mario Benedetti “la mariposa /recordará por siempre / que fue gusano” Fue un hallazgo porque, al crearla, llegué más lejos de mi intención. El deseo de repetir ese “descubrimiento” ha estado ocupando todo mi tiempo, sin mirar, sin ver nada más… Pero no, el hallazgo es caprichoso y viene cuando quiere.
Dejo la mirada sobre el sillón azul; al lado del ventanal crea un rincón donde me sumerjo en el silencio y la lectura. Me lo regaló él en uno de mis cumpleaños. Tiene un diseño futurista y anatómico que acoge mi cuerpo, amorosamente. Cierro los ojos y escucho el rumor de coches que viajan con destino desconocido. Y, otra resonancia viene de muy lejos deambulando por mi memoria.
El sereno golpea la acera con su bastón, cuida las calles mientras dormimos. Hace mucho, mucho que se ha hecho de noche y ella todavía no ha venido. Estoy esperando en su cama y tengo que seguir despierta porque tiene que leerme el cuento. La luz entra por el balcón desde el farol de la calle y me deja ver. En el espejo del tocador veo una montaña del color de la luna, soy yo debajo de las sabanas. Mis ojos se cierran.
Mi madre no volvió.
Abro los ojos y la mirada se posa sobre el sillón azul. Pienso. Hace unas horas que él estuvo ahí sentado, esta mañana, muy temprano, vestido con el traje de los días en que tiene que tomar decisiones importantes, esperaba que yo despertara para decirme, definitivamente, adiós. No lo vi venir, no mire a mi alrededor, no supe leer las señales.
Apago la luz, me refugio entre las sábanas y entro en la oscuridad donde espero encontrarme con el sueño.
Pepa López Albelda
Después de la lluvia (3)
El nudo en la garganta y la respiración entrecortada no me permitían concentrarme; sabía que en cualquier momento se colarían por alguna ventana de una habitación de la casa y me sorprenderían sin que me diese tiempo a reaccionar y disparar. Permanecería escondida en el mismo rincón del salón desde donde podía observar el exterior, no tenía más escapatoria. La mente volvía a divagar y me llevaba otra vez a la infancia en la que recordaba a los niños libres que jugaban en la calle todo el día, mientras sus gritos y algarabía nos acompañaban a las muñecas y a mí las tardes después de las clases. Conocía sus nombres porque se llamaban unos a otros todo el tiempo, y destacaba siempre el de David. Él era el líder de la pandilla de zarrapastrosos, como solía denominarlos mi madre. Me fascinaba verlo escalar por el tejado de la casa abandonada de enfrente, donde ellos tenían su escondrijo, y hacer piruetas en la cumbrera, envalentonado ante los alaridos de admiración de los otros que lo imitaban sin poder conseguir la proeza. Él era ahora quien lideraba a los obreros durante las revueltas.
De repente, pensé que podría estar escondido en la misma casa de enfrente mientras la observaba a hurtadillas. Tarde o temprano lo tendría delante de mí en este mismo salón, y me impondría las reivindicaciones de los obreros con chulería y, sin atenerse al diálogo, que yo debería aceptar, aunque la fábrica cerrara por insolvencia. Me lo diría con altivez, tal y como lo escuchaba siempre al hablar cuando era niño en sus juegos y, en estos días, cuando gritaba en sus mítines las injusticias de los patrones.
Pensaba que el rifle en mano me ayudaba a envalentonarme, podía ser igual de convincente que él ya que utilizaba su mismo lenguaje.
Rossa Llopis
OBJETO NO NOMBRADO
(Adivinanza)
Tienen el color de todos los colores
en su amanecer más suave,
pero el sonido de un solo lugar.
Su forma caprichosa es refugio,
para luego convertirse en un vacío
que las llena de libertad.
Las hay furtivas en casas ajenas,
pero ese no es su sitio
MARTA CHUST
ECLIPSE FELINO
El gato tenía los ojos como dos eclipses lunares. No había parpadeado desde varios
días atrás. Ni hablemos de dormir, lo más parecido a un descanso que practicaba era
mirar con sus lunas apagadas hacia algún lugar indefinido en el infinito.
Sucedió, que mirando por la ventana tras una siesta de varias horas fue testigo de esta
cruda escena que os voy a relatar:
Indiferente la hora, el estado meteorológico y el atmosférico. Calle. Una gata y
una perra se dirigen hacia el mismo punto desde direcciones opuestas.
Caminan directas la una hacia la otra. La acera es tan estrecha que cuando sus
cuerpos confluyan no van a caber las dos. Y ese momento llega; se miran a los
ojos tan cerca, que casi se les enredan las pestañas. Entonces, la gata, con un
amable desplazamiento, baja de la acera y le cede el paso a la perra que
continua su paseo muy agradecida.
Tras observar el suceso, el gato corre despavorido hacia un rincón de su acogedora casa,
y se acurruca fuerte.
Se hace preguntas que le van impulsando hacia una profunda desesperación -¿Es que
los gatos no gobernamos el mundo? -¿Soy yo realmente un gato? -¿Es que la estupidez
de los perros ha sido el gran engaño a la humanidad y pronto se adueñaran del planeta?
-¿Quién fue realmente Rafaela Carrá?- Fueron tantas las preguntas sin respuesta las que
acecharon la mente de ese gato, que no pudo más que colapsar en un estado de
alucinación.
Han pasado dos años. La luz de la luna y del sol es ajena a este gato, que ya solo espera
la muerte, con el único deseo de una posterior reencarnación en un ser de otra especie.
MARTA CHUST
Rutina
Suena el despertador. Marco abre los ojos. La tenue luz del amanecer se filtra por la ventana. Se levanta y echa un vistazo apartando la cortina. Las nubes cubren el cielo de un gris plomizo y el asfalto luce un manto de agua. Mientras hierve el café, se prepara dos tostadas y añade dos sacarinas a la leche. Marco tose y enciende un pitillo. Se sienta a desayunar en la mesa de la cocina mientras revisa en el móvil los mensajes y la agenda del día. Enjuaga los cacharros del desayuno y los deja en la pila. —Ya fregaré a la moche—piensa. Mira el reloj. Mientras se afeita, ve su reflejo en el espejo turbio por el vaho. A punto de salir del apartamento hace repaso: tabaco, móvil, cartera, llaves. Lo lleva todo.
Marco percibe la claridad al abrir los ojos. Parece que ya es de día, pero no ha sonado el despertador. Aparta la cortina y compruébale que luce el sol y el cielo está despejado. Tose y busca calmar la tos matutina con el primer pitillo pero, mierda, el paquete está vacío. Se viste apresuradamente y baja a la calle en busca de tabaco. Entra en el primer bar que encuentra y, ya puestos, piensa en desayunar allí.
—¡Por favor, un paquete de Marlboro, un café con leche con sacarina y dos tostadas!—exclama—.
Llegan los cigarrillos, pide fuego al camarero, aspira profundamente y tose. Acodado en la pulida barra ve que él es el único parroquiano.
—¿Qué día es hoy? Creo que se me ha hecho tarde—hace ademán de mirar el reloj pero ve que no lo lo lleva y se palpa los bolsillos—. ¡Me cago en… He olvidado todo, reloj, llaves, móvil y cartera!
Busca con la mirada al camarero. La cafetera expele vapor como una locomotora y las luces de neón comienzan a parpadear. El vapor lo difumina todo. Siente que se le nubla la vista y después un mareo y, mientras cae al abismo, escucha el zumbido del despertador.
Al abrir los ojos, Marco ve que la oscuridad no se ha disipado por completo. Tose. Desde la ventana certifica que todo sigue mojado y que el cielo está totalmente cubierto. En la cocina, introduce dos rebanadas de pan en la tostadora mientras brota el café de la cafetera italiana. Vierte la leche en un vaso con dos sacarinas. Se sienta en la mesa y vuelve a toser. Maquinalmente, extiende la mano hacia el paquete de cigarrillos y enciende un pitillo. Desbloquea el móvil, consulta la agenda y revisa los mensajes. Deja en la pila el desayuno, y hace correr el agua. Mira el reloj, no le sobra tiempo. Opta por una ducha de agua fría para despejarse. Decide no afeitarse, porque el espejo no le devuelve su reflejo. Antes de salir de casa, comienza el recuento.
—Tengo las llaves, el móvil y la cartera. ¿Donde está el tabaco? Vale, ya sé, en la cocina. Se me hace tarde, ya fregaré a la moche.
Felipe Soler
ASÍ ME LO CONTARON
El día se estaba cerrando con suavidad, bostezando grises desde la sierra.
En la cocina, la abuela Fé sigue preparando las magdalenas.
María, la hija del cartero, espera del otro lado de la verja.
Salgo deprisa, tropezando una vez más con las madreñas, malditas madreñas….
Un suave beso en la mejilla, muy tímido casi vergonzoso.
“Arreando” nos vamos hacia el chigre por el camino de palacio, un largo vericueto con pequeñas paredes a un lado y a otro.
Es un camino que guarda cobijo a los sonidos de las esquilas y al trasiego del ganado en su retorno a las cuadras.
Cierro los ojos fiándome de María. Recuerdo a mi abuelo Cilio embozado al resguardo por las sombras, con una lata de aceite "Carbonell" que rezumaba queroseno, camino de la Iglesia, la misma senda, todo fue en un instante, así me lo contaron.
Al llegar al prado que es a su vez el atrio y el cementerio del pueblo, María se adelanta unos pasos, llegamos al chigre y con los amigos compartiendo vaso, una sidra, dos, tres…, el suelo ya chapotea y huele a manzana, cierro de nuevo los ojos, mucha sidra, otro instante.
El abuelo, al calor de la cocina, con un susurro cómplice me dice; zagal, “la iglesia mejor iluminada es la que arde” yo se algo de eso.
Sigo escanciando sidra y dejo que esta se rompa justo en el borde del cristal y le doy el vaso a María y sueño sus labios y sueño la sidra.
Al regreso, por el mismo vericueto, ya sólo, sigo razonando con el abuelo que me habla del 34, de la cuenca minera, del grisú, del sindicato, de sus sueños….así me lo contaron.
El pitido del tren la distrajo de su paseo matutino y de sus pensamientos. Vio a una mujer joven que desde una de las ventanillas la miraba a ella y a su perro. Ese cruce de miradas fugaces le recordó inevitablemente aquel primer viaje en ese mismo tren y en esa misma dirección, cuando al atravesar ese bosque de pinos, que ahora le era tan familiar, soñó con una nueva vida. Aquellas primeras impresiones quedaron marcadas en su ánimo cambiante, en su miedo, en su dolor por todo lo que había dejado atrás, en su repentina huída. Ahora esa mujer joven y ella se habían vuelto a encontrar, después de tantos años, las dos formaba parte de ese paisaje, de ese sueño, pero el tiempo había pasado tan deprisa que en su cabeza se mezclaban historias y experiencias que apenas era capaz de distinguir si eran vividas o soñadas.
Carmen Carriedo Ule
El reflejo del sol en enero era de un gris sombrío, metálico, en aquel pueblo convertido ahora en una ciudad dormitorio saturada de urbanizaciones. Después de la modesta venta del chalet familiar, solo quedaba pendiente cambiar la domiciliación del agua potable. El último paso para borrar de su memoria una adolescencia de revelación y sufrimiento. Pero los recuerdos no te permiten que te olvides de ellos.
Llegó a la oficina de aguas potables, pero se paró antes de entrar para observar el bajo de al lado. Aquella esquina había albergado una horchatería en los años ochenta, una sucursal bancaria en los noventa y desde hacía tiempo se había convertido en un todo a cien regido por una familia de orientales.
Y allí estaba ella con quince años, ayudando a su tía a vender helados en la horchatería más concurrida del pueblo. A media tarde, terminada su jornada, se cambiaba de ropa y quedaba con sus amigas para pasar la tarde en los autos de choque. De noche, se acercaban al antiguo lavadero para tantear a los chicos de la pandilla y calmar mutuamente sus instintos con suaves besos de chicle, cerveza y humedad.
Él la conoció a mitad de agosto. La primera noche tras volver del campamento de verano, sus amigos de la urbanización lo llevaron al lavadero, se la presentaron, y entre risas y oscuridad se besaron. Un beso dulce, largo. Un primer beso con el roce constante de sus labios, desconocido hasta ahora para él, y la suavidad provocadora de su lengua que le enseñaba el mundo.
Fernando Terrádez
Te confundí con mi sombra
Nada más doblar la esquina vio su mano sucia y huesuda que se alargaba hacia él para pedir. Quiso cerrar los ojos para evitarle, pero no pudo. Allí estaba, sentado en la acera, con la ropa raída y esa mirada un poco artificial que clamaba compasión sin dar muestras de haberle reconocido.
No supo qué hacer, si pasar de largo o darle la mano y obligarle a recordar. Intuía que, cualquier cosa que hiciese, le iba a doler. Hacía cinco años que no sabía nada de él y se arrepintió por haber frenado el impulso de abrazarle.
Postrado a pocos metros, aquel infeliz se mostraba ajeno a su existencia, la de ambos: una infancia dichosa, una juventud repleta de misterios y una incipiente madurez que no lograron compartir.
No se atrevió a preguntarle nada; simplemente se sentó a su lado y, por un momento, pensó que el azar podría haberle jugado esa misma faena a él. Le miró a los ojos tratando de disimular su vergüenza, pero se le heló la sonrisa cuando le pasó la mano por delante y la mirada de su amigo seguía perdida; acarició su cara sin poder reprimir las lágrimas y, como si se le nublara la conciencia, comenzó a sentirse extraño. La silueta de su amigo se difuminaba y se confundía poco a poco con la suya; como si el tiempo se plegara, como si la vida estuviera cambiando de lugar. Sin saber cómo, su amigo desapareció y contempló petrificado cómo su propia mano, sucia y huesuda, se alargaba hacia nadie para pedir.
18 de diciembre de 2024
Juan María Casado
Cuando, al entrar en casa, los veo ahí colgados juntos, con sus tamaños tan distintos siento ternura y una dulce nostalgia. Su color miel me recuerda su pelo y sus ojos. Hubo un tiempo en que no era capaz de tocarlos, ni de sentir su olor, su tacto rugoso, y sobre todo la frialdad de la argolla plateada donde enganchaba su correa.
Carmen Carriedo Ule
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